domingo, 11 de febrero de 2018

EL ESPIRITU DE LAS CALLES




Un lugar donde recalar, una taberna o un café donde pasar toda la tarde, y todas las tardes. Sitios como Le Condé, enclavado en el barrio parisino de L,Odeon, han desaparecido del mapa. Lo que puede tener la ciudad de entrañable se borra en tales cambios, a los que somos ajenos.
Modiano vuelve al café de su juventud –existió realmente, hoy el lugar lo ocupa una peletería- en una época imprecisa. ¿Ultimos sesenta, primeros setenta? Aparece una pintada en los muros de París. “No trabajéis nunca”. El café lo frecuentan estudiantes, parásitos, artistas. Jóvenes que interrumpen su deriva por el callejero parisién imantados por el local, en una calle a trasmano. Jóvenes desconocidos entre sí pese a su frecuentación. A veces se renueva la clientela con pájaros de paso. Algunos aparecen en el fin del verano o principios del otoño, con el propósito de hallar un lugar donde empezar, donde “partir de cero” –un punto de referencia, un vínculo, pues resulta cansado ir a la ventura…- hasta que se integran en la grisura, esfumados sus propósitos de cambiar de vida.


Louki se refugia en el café y en el anonimato de la gran urbe. Poco sabemos de ella pese a las declaraciones de algunos contertulios, sombras que hablan de otra sombra: el estudiante de minas, el detective Caisley y el esotérico Roland que se convierte en su amante.
Louki, 22 años, una presencia evanescente pese a una ficha policial –“detenida a los quince años en dos ocasiones, por vagancia de menor”- y de las fotos antropométricas. Vive en pensiones. Alguien del café la describe fugazmente: “morena, de ojos verdes”. Cuando ella misma toma la palabra es como si quisiera ver en un interior lleno de humo.  Pasa de la oscuridad a una luz cegadora. De padre desconocido, se crió en provincias. Llegó de niña a París, donde su madre encontró un trabajo en el Molin Rouge. Infancia en la Place Blanche, infancia y barrio de los que quiere huir.


Retorna un día por casualidad, sin querer, y recuerda… “Hace apenas seis años y ya parece otra vida”. De niña escapaba de casa y una vez la llevan a comisaría. Silenciosa y esquiva, cree que no interesa a nadie. Se dice estudiante de lenguas orientales. Sube las cuestas que llevan al cementerio donde, en la altura, sólo se ve el cielo azul. Ataques de pánico. Un poco de “nieve” para volver neutra la realidad, para inventar el pasado o borrarlo. Louki en los cafés escribe postales a amigos imaginarios. “Contaba mucho con la gente que iba a conocer y que pondría fin a mi soledad”. “No era de verdad yo misma más que mientras escapaba”. “No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión”.


Un matrimonio de conveniencia hasta que conoce a Roland en una sesión espiritista. Roland y Louki guardándose sus secretos, sin raíces, perdidos en la ciudad en un nuevo capítulo de la huida. Calles, glorietas, bulevares, hasta llegar a “las zonas neutras”, donde Roland toma la palabra. Las zonas neutras son zonas intermedias, tierra de nadie, donde todo está en suspenso.  Pero tampoco se puede echar raíces en ellas. “Son –según Roland- lugares de tránsito, puntos de partida”. Hay un cuarto de pensión que no tiene “visillos ni contraventanas”, apunta Roland con precisión. El mundo de Modiano es preciso y a la vez borroso, como esos negativos que quedaron sin revelar y en los que veinte años más tarde encontramos manchones, borrones, puntos de luz y puntos de sombra. “Si toda aquella época sigue aún muy viva en mi recuerdo se debe a las preguntas que quedaron sin respuesta”, se dice en alguna parte de esta novela otoñal y eléctrica.


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