Un
lugar donde recalar, una taberna o un café donde pasar toda la tarde, y todas
las tardes. Sitios como Le Condé, enclavado en el barrio parisino de L,Odeon,
han desaparecido del mapa. Lo que puede tener la ciudad de entrañable se borra
en tales cambios, a los que somos ajenos.
Modiano
vuelve al café de su juventud –existió realmente, hoy el lugar lo ocupa una
peletería- en una época imprecisa. ¿Ultimos sesenta, primeros setenta? Aparece
una pintada en los muros de París. “No trabajéis nunca”. El café lo frecuentan
estudiantes, parásitos, artistas. Jóvenes que interrumpen su
deriva por el callejero parisién imantados por el local, en una calle a
trasmano. Jóvenes desconocidos entre sí pese a su frecuentación. A veces se
renueva la clientela con pájaros de paso. Algunos aparecen en el fin del verano
o principios del otoño, con el propósito de hallar un lugar donde empezar,
donde “partir de cero” –un punto de referencia, un vínculo, pues resulta
cansado ir a la ventura…- hasta que se integran en la grisura, esfumados sus
propósitos de cambiar de vida.
Louki
se refugia en el café y en el anonimato de la gran urbe. Poco sabemos de ella
pese a las declaraciones de algunos contertulios, sombras que hablan de otra
sombra: el estudiante de minas, el detective Caisley y el esotérico Roland que
se convierte en su amante.
Louki,
22 años, una presencia evanescente pese a una ficha policial –“detenida a los
quince años en dos ocasiones, por vagancia de menor”- y de las fotos
antropométricas. Vive en pensiones. Alguien del café la describe fugazmente:
“morena, de ojos verdes”. Cuando ella misma toma la palabra es como si quisiera
ver en un interior lleno de humo. Pasa
de la oscuridad a una luz cegadora. De padre desconocido, se crió en
provincias. Llegó de niña a París, donde su madre encontró un trabajo en el
Molin Rouge. Infancia en la Place Blanche, infancia y barrio de los que quiere
huir.
Retorna
un día por casualidad, sin querer, y recuerda… “Hace apenas seis años y ya
parece otra vida”. De niña escapaba de casa y una vez la llevan a comisaría.
Silenciosa y esquiva, cree que no interesa a nadie. Se dice estudiante de
lenguas orientales. Sube las cuestas que llevan al cementerio donde, en la
altura, sólo se ve el cielo azul. Ataques de pánico. Un poco de “nieve” para
volver neutra la realidad, para inventar el pasado o borrarlo. Louki en los
cafés escribe postales a amigos imaginarios. “Contaba mucho con la gente que
iba a conocer y que pondría fin a mi soledad”. “No era de verdad yo misma más
que mientras escapaba”. “No tengo más recuerdos buenos que los de huida o
evasión”.
Un
matrimonio de conveniencia hasta que conoce a Roland en una sesión espiritista.
Roland y Louki guardándose sus secretos, sin raíces, perdidos en la ciudad en
un nuevo capítulo de la huida. Calles, glorietas, bulevares, hasta llegar a
“las zonas neutras”, donde Roland toma la palabra. Las zonas neutras son zonas
intermedias, tierra de nadie, donde todo está en suspenso. Pero tampoco se puede echar raíces en ellas.
“Son –según Roland- lugares de tránsito, puntos de partida”. Hay un cuarto de
pensión que no tiene “visillos ni contraventanas”, apunta Roland con precisión.
El mundo de Modiano es preciso y a la vez borroso, como esos negativos que
quedaron sin revelar y en los que veinte años más tarde encontramos manchones,
borrones, puntos de luz y puntos de sombra. “Si toda aquella época sigue aún
muy viva en mi recuerdo se debe a las preguntas que quedaron sin respuesta”, se
dice en alguna parte de esta novela otoñal y eléctrica.
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