Entraron
por la ventana al descansillo y bajamos juntos en el ascensor. Antes les había
visto, con la que estaba cayendo, subidos en el andamio, chupándose la
granizada. Eran dos, dos cabezas bajo los gorros de lana, uno pequeñito y
sonriente y bizco como un demonio. El otro más alto y más serio, joven pero ya
vivido, con una sonrisa que le marcaba la quijada, una sonrisa no sé si de
rabia contenida o de vergüenza, pero con la conciencia de clase a flor de piel.
Hablaban un castellano fluido con acento rumano.
Yo-Mal
día para trabajar, eh
El
pequeño- Sí, ja, ja, malo muy malo.
El
otro- Hay días buenos y días malos…
Yo-
Como todo en la vida
El
pequeño (en una expresión de brusca alegría filosófica)- Todos días son malos
Yo-Pero
con sol mejor, ¿no?
(recapacitando
brevemente, concediendo) Sí
Y,
como desafiante, pasaba los dedazos sobre la puerta niquelada del ascensor.
El
otro- No hagas así que se raya.- Lo limpió con los guantes extendiendo el
manchón, mirándome de refilón, yo me encogí de hombros y acabamos de bajar en
silencio.
Como
la obra estaba comprometida para acabarla en septiembre, pero las contratas van
cogiendo más y más trabajos y demoran, por lo visto les han metido caña para currar sí o sí, bajo la lluvia o la
nieve, y por eso bajaban revirados. Menos mal que era viernes...
El otro día hablé en cambio con un colombiano, atento y educado dulce y suave que subido al andamio explicándome todos los procesos parecía el ángel vigilante de las alturas.
El otro día hablé en cambio con un colombiano, atento y educado dulce y suave que subido al andamio explicándome todos los procesos parecía el ángel vigilante de las alturas.
(Javi
el portero me cuenta de uno que se echaba la siesta en los andamios y luego
cagaba también por ahí encima. Luego, dos que iban puestos de coca que lanzaban
al patio los morillos de una chimenea que han desmontado, montando ellos la de
Dios. Aquella chimenea en cuyo tejadillo Pablo y la abuela vieron posado un
aguilucho una mañana lejana-
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