Una noche vieja que fuimos a una
fiesta lejana, aparecieron los Puna contando que su hermano se había pasado con
la caja de las pastillas y había entrado en coma. Lo contaban mientras ponían
unas rayas de coca sobre el torniquete del metro, vacío a aquellas horas. Y
además invitaban.
No era la primera vez que Opal se
colocaba entre la vida y la muerte. Una vez llegó con cortaduras en el cuello.
"Ayer de madrugada me puse a afeitarme en casa, y se me ocurrió, y empecé a
cortarme, y…” Otra vez –contaba el Oso, otro asiduo del callejón- habían
levantado un coche con un gato hidráulico, y en un momento dado el gato se fue
a tomar por culo y apareció la cabecita de Opal con el coche casi vencido sobre
su cuerpo y la carrocería en la garganta…
Pero la más sonada fue cuando le pincharon unos ultras a la salida de un partido en “el Caldero” (los tres hermanos eran atléticos, con carnet de socio) y le ingresaron y hasta fue a verle Gil y Gil, que corroboró en el ABC: “un chaval normalísimo y un atlético de pies a cabeza”.
Pero la más sonada fue cuando le pincharon unos ultras a la salida de un partido en “el Caldero” (los tres hermanos eran atléticos, con carnet de socio) y le ingresaron y hasta fue a verle Gil y Gil, que corroboró en el ABC: “un chaval normalísimo y un atlético de pies a cabeza”.
Opal aparecía por libre o con los
gemelos. A veces con una novia que se llamaba Thais. Era un punto fuerte, un
satélite errante de la noche, con su pelo rizado, ojos azulísimos y barbita
(ahora que lo pienso, un pequeño Bob Dylan de Chamberí) con la risa cazallosa y una
mezcla de bordería y gracia: “No me gusta nada esa muñequita que tienes”, le
dijo a un heavy que se arrumaba con su chica sobre el capó de un coche.
Arramblaba con los cubatas de los más lelos, pero a mí se me acercaba con curiosidad: “¿Tú escribes, no?”. “Pero escribes, ¿qué?”, le contesté evitando excesivas confianzas. “Escribes, escribes escribes” dijo algo cortado, agitando en el aire un bolígrafo invisible. El estaba con un manuscrito que crecía a ojos vistas, titulado La corteza de la certeza. En cuanto a sus últimas lecturas: “Humillados y ofendidos, Ofendidos y humilladox” (los Puna también cambiaban enseguida a la X).
Eufrasio, que así se llamaba, aparecía en los locales de la noche muchas veces con las gafas de sol puestas. No sé que me preguntó un día, no sé qué le contesté. “Eres igual que yo -me dijo-, tío, no sabes mentir”. Y a mí me inquietaba un tanto aquella hipotética semejanza.
Arramblaba con los cubatas de los más lelos, pero a mí se me acercaba con curiosidad: “¿Tú escribes, no?”. “Pero escribes, ¿qué?”, le contesté evitando excesivas confianzas. “Escribes, escribes escribes” dijo algo cortado, agitando en el aire un bolígrafo invisible. El estaba con un manuscrito que crecía a ojos vistas, titulado La corteza de la certeza. En cuanto a sus últimas lecturas: “Humillados y ofendidos, Ofendidos y humilladox” (los Puna también cambiaban enseguida a la X).
Eufrasio, que así se llamaba, aparecía en los locales de la noche muchas veces con las gafas de sol puestas. No sé que me preguntó un día, no sé qué le contesté. “Eres igual que yo -me dijo-, tío, no sabes mentir”. Y a mí me inquietaba un tanto aquella hipotética semejanza.
Algunas noches más tarde me saludó
con efusión, “Menudo cebollo el otro día, eh”. Habíamos estado una madrugada en la plaza del Dos de Mayo.
Alguien sacó una guitarra y hacíamos el tur turu de Walk on the wild side. Yo
no me acordaba de casi nada, pero esos pequeños episodios entrañables provocaban la
simpatía y el acercamiento de Opal.
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